La firma de Antonio Moreno: Semana Santa, la gran Misión
- On 3 de abril de 2023
Como cada Lunes Santo, la joven Claudia lleva a cabo el ritual que le transmitieron sus padres: dispone sobre la colcha la túnica recién planchada y el antifaz con su capirote; y, a los pies de la cama, los zapatos concienzudamente abrillantados desde por la mañana. En el aparador, junto a la estampa de su Cristo: el cíngulo, la medalla y los guantes. Todo está dispuesto para perpetuar una tradición que pasa de padres a hijos y a nietos, siendo una de las principales vías de transmisión de la fe, la gran misión de la familia cristiana.
Mientras se viste para la salida procesional, Claudia va repasando la memoria de un año en el que, en los estudios, se le atravesaron la lengua y el inglés. Aquellos dos primeros suspensos de su vida hicieron mella en su frágil autoestima adolescente. En lo familiar, la enfermedad tocó a la puerta y todos tuvieron que arrimar el hombro para sacar adelante la casa mientras su madre recibía quimioterapia. Fueron meses muy duros de trabajo doméstico, y la incertidumbre sobre el futuro la tiene aún con el corazón en un puño. También ha habido alegrías este año, claro que sí, pero en la estación de penitencia, a los pies del Crucificado y de la Dolorosa, lo que Claudia pone cada año con más interés son sus penas, los sinsabores y sufrimientos que la vida le va trayendo.
El caso de Claudia es uno más entre los millones de niños, jóvenes y mayores que, año tras año, viven con pasión los días santos rindiendo culto a sus sagrados titulares de forma pública, siendo Iglesia en salida. Son niños, jóvenes y mayores misioneros, porque durante toda una semana, la Iglesia realiza la mayor expresión externa de fe de todo el año. Sacando a la calle las imágenes de Jesús y de María están realizando una catequización del pueblo que asiste a ver los cortejos. Y es que, ¿a quién no le interroga la figura del crucificado? ¿quién no se pregunta a su paso el porqué de su muerte voluntaria, siendo inocente? ¿quién no se sorprende ante la entereza de una madre rota de dolor, pero a la vez llena de esperanza?
–«¿Por qué llora esa mujer?», pregunta un niño a su madre al ver pasar unas imágenes.
–«Porque le duele ver a su hijo en la cruz», responde ella.
–«¿Y el que está al lado de ella quién es?», repregunta.
–«Es Juan, a quien Jesús le dijo que cuidara de su madre, que se quedaba sola, pues Él ya no podría hacerlo».
–«Entonces, ¿Jesús no nos deja nunca solos?», concluye el pequeño.
–«Eso es, cariño –responde la señora admirándose de la enseñanza que había extraído por sí mismo su pequeño vástago–. Eso es. No dejó sola a su mamá entonces y no nos deja solos a ninguno ahora, porque desde aquel día nos regaló a María como Madre para siempre».
Como esta escena de la que fui testigo, cientos de miles cada día propician el encuentro del pueblo con los misterios centrales de nuestra fe. El Evangelio sale a la calle de forma visual, sonora, olfativa… Los sentidos nos hablan de un Dios que se hace hombre y vive entre nosotros; nos bajan a Dios del cielo para poder, por unos días, verlo, oírlo, olerlo, tocarlo, gustarlo y, sobre todo, sentirlo muy dentro del corazón.
Millones de personas que no pisarían nunca una Iglesia, que no irían jamás a escuchar una predicación, asisten gustosos a esta gran misión popular que es la Semana Santa. Y es que, como dice el papa en Evangelii gaudium, en referencia a “quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado”, «todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”».
¿Y hay algo más atractivo que la Semana Santa de cada uno de nuestros pueblos y ciudades?
Mientras Claudia termina de ajustarse el cíngulo, escucha a su madre que la llama desde el salón. La encuentra, junto a su padre, ambos ya también impecablemente revestidos para la procesión y con una sonrisa de oreja a oreja:
–Tenemos que darte una noticia, Claudia. Han llegado los resultados de mis pruebas y están todos perfectos, hija. ¡Por ahora, parece que no hay rastro del cáncer! La niña corre a abrazarla, feliz.
Los tres se cogen de la mano y salen de casa camino a la Iglesia desde la que saldrá la procesión. Puede que el antifaz impida ver en sus caras la alegría por ser el día grande de la familia y por las buenas noticias que acaban de recibir; pero hoy los tres van a ser misioneros, anunciadores de la Buena Noticia, testigos de la alegría del Evangelio por las calles quizá de tu ciudad, quizá de tu pueblo.