La firma de Juan Manuel Cotelo: Misión, que no pare la fiesta
- On 14 de noviembre de 2022
Las cosas como son: le pido a Jesús que me ayude a escribir un artículo para SUPERGESTO, la revista digital para jóvenes de las Obras Misionales Pontificias, en España. No sé por dónde tirar… abro la Biblia… y me encuentro con la Carta de San Pablo a los Romanos… ¡con la pista perfecta que necesitaba para empezar a escribir! ¡Gracias!
“¿Cómo van a creer en Él… si no les ha sido anunciado? ¿Y cómo va a ser anunciado, si nadie es enviado? Por eso dice la Escritura: ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian las buenas noticias!”
La misión encomendada por Jesús a nosotros, sus discípulos, no ha cambiado en dos mil años. Es idéntica. Se han modificado un poquito las formas: si los primeros cristianos cumplían su misión a pie, en burro, a caballo o en barco… ahora utilizamos coches, aviones, teléfonos, emisoras de radio, televisión, cine, colegios, universidades, hospitales, Internet… son cambios superficiales que afectan a los medios que usamos para comunicar las buenas noticias, pero éstas siguen siendo las mismas, sin ningún ligero matiz que las distinga de lo que comunicaron los primeros cristianos. Es más: cualquier tentación de mejorar el mensaje, implica una devaluación del mismo. No se espera de ningún cristiano que sea creativo en el contenido del mensaje a transmitir. Hemos de comportarnos como los repartidores de pizzas. Perdón por la comparación. Recibimos el alimento ya cocinado… y lo llevamos a su destinatario… pero no se nos pide que modifiquemos los ingredientes, ni la receta. Porque la Palabra de Dios es perfecta, es eficaz, tiene toda la potencia necesaria para penetrar y transformar el corazón humano… y no vamos a lograr mejorarla, por muy creativos que seamos. Es nuestro acto de fe, como misioneros. Confiamos en su Palabra, más que en la nuestra. Aceptamos con alegría nuestro protagonismo como embajadores y mensajeros, pero el mensaje no nos pertenece, es de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Y cuenta con cada uno de nosotros en su equipo, para que su pregón llegue a toda la tierra.
Y la cosa va muy bien. Veámoslo con perspectiva. En sólo dos mil años, ¿cuántos millones de personas han recibido la noticia de la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo, salvador del mundo? ¿Cuántos han acogido la noticia con fe, con alegría, con amor? ¿A cuántas personas este mensaje les ha transformado su vida terrena y eterna? La cifra es incalculable, descomunal. ¡Podemos celebrarlo a lo grande! “Hay más fiesta en el Cielo por un pecador que se convierte, que por 99 que no necesitan conversión”. ¡Es una macrofiesta, porque las conversiones no han cesado desde el primer día hasta hoy! Sin embargo, para que no nos durmamos en los laureles, también Jesús nos recuerda: “Si un pastor tiene 99 ovejas en el redil y le falta una… va a por ella.” Con otras palabras: celebramos, pero no descansamos. La misión está vigente, mientras quede una sola persona en la tierra a quien no haya llegado la buena noticia. Los cristianos no tenemos derecho a huelga, ni a vacaciones, somos misioneros todos los días de nuestra vida.
Esta matemática celestial que da tanta importancia a la cifra menor, el uno, nos pone las pilas. O como diría el Papa Francisco, nos pone “en salida”. Y saca de nuestra mente la lógica mundana de “éxito”. El mundo llama “éxito” a las grandes cifras, a la masa… y el Cielo llama “éxito” a un corazón herido que ha sido sanado. Gran éxito. Gran fiesta. Gran misión. Una sola persona.
Cada persona es el “uno” que Jesús busca, encuentra y desea cargar sobre sus hombros, para llevarla de vuelta al hogar del Padre, de donde nunca debimos haber salido. Nuestra misión individual consiste, en primer lugar, en dejarnos alcanzar por Jesús. Rendirme a su amor, renunciar a mi deseo de autonomía, de independencia, de desobediencia disfrazada de libertad. Cuando le damos permiso a Dios para hacer de nosotros lo que quiera… entonces nos convierte en apóstoles. Es Él quien nos da la capacidad de ser misioneros. De Él viene la eficacia. Si quiero ser misionero… primero he de aceptar que yo mismo soy la tierra que Jesús ha de conquistar, la oveja que ha de regresar, el ciego que ha de recuperar la vista, el paralítico que no puede caminar. Y sólo entonces… ya siendo Jesús el Señor de mi vida, mi amo, mi dueño, mi médico, mi pastor… entonces puede hacer de mí un apóstol, como hizo con aquellos primeros discípulos a los que envió el Espíritu Santo, transformándoles de cobardes e inútiles en valientes y eficaces. Un milagro mayor que transformar el agua en vino. Porque el agua no pudo negarse… mientras que cada uno de nosotros sí podemos ofrecer resistencia a su gracia.
“Por eso dice la Escritura: ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian las buenas noticias!”
La noticia de nuestra propia transformación individual da esperanza a quienes aún no han sido transformados. Contemos, con agradecimiento, que Jesús nos ha lavado los pies. Contemos nuestra personal experiencia de redención, de transformación interna y externa. Somos pruebas vivas del poder redentor de Jesucristo, hoy. “No se enciende una lámpara, para esconderla bajo la cama. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres, para que al ver vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos.” Y demos gracias a Dios por hacernos sal y luz de la tierra. “Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor.”