Una experiencia así, te cambia la vida
- On 20 de marzo de 2023
Podría contarte que nací en una familia separada de la Iglesia. Que he vivido toda mi juventud apartado de Dios, viendo a los cristianos como unos “raros” a los que es mejor no acercarse mucho. También podría decirte que de repente todo cambió, que tuve mi primer encuentro real con Cristo en una misión el verano pasado, y que desde entonces toda mi vida ha cambiado.
Si lo hago así, quizá quedaría un artículo precioso, clasificado como una de las historias más bonitas de conversión de nuestros tiempos actuales. Quizá te engancharía y te animaría a leer esta historia hasta el final, del tirón.
Pero siento decirte… que ése no soy yo. Ni mucho menos.
Toda mi vida ha estado muy acompañada por Cristo, desde mi familia cristiana, desde mis ambientes de parroquia y grupos de fe que me han ido formando y animando a ser quien soy hoy. Desde siempre me han animado a entregarme a todo lo que se necesitara. Donde fuera necesario. Siempre disponible.
Por eso, cuando estaba el verano pasado pasando unos días en Medjugorje, y me preguntaron unos amigos si me apetecía pasar el resto del mes haciendo misión… me costó poco decir que sí.
- Pero… ¿tú has hecho misión antes? – me preguntaron.
- Bueno… he dado catequesis en mi parroquia, soy voluntario en la Deleju organizando actividades para jóvenes, he sido monitor de campamentos de verano… ¿eso valdría?
- No te preocupes. Tú vente, y ya verás.
Claro, acostumbrado a organizar eventos, y quizá también por mi mente ingenieril, uno ya ha ido labrando la costumbre de pensar en la logística del encuentro, en qué cosas harán falta, en cómo será el horario cada día o en las actividades que habrá a cada momento.
Pues en este punto, la misión me tiró de “mi caballo”.
Porque hacer misión era, simplemente, dejarse hacer. Tener los ojos abiertos a lo que fuera necesario, a lo que surgiera. “Hay que ir a la plaza del pueblo, a preparar juegos para unos niños”, pues allí que vamos. “Coge la guitarra, que vamos al pueblo de al lado, a acompañar al sacerdote y celebrar una Eucaristía con 4 viejecitas (literal)”, pues allí estábamos. “Ponte el bañador, que tenemos que ir a la piscina del pueblo, a contagiar a los jóvenes que
encontremos, animarles a que se vengan”, pues al agua pato. O montar un concierto para los del pueblo. O hacer una vigilia de adoración con niños. O tomarte un café con una familia que vivía por allí.
Al cabo de unos días, desistes del interés de tener todo controlado, y te abandonas a la misión. Y comprendes que no vas a saber, en ningún momento, lo que vas a estar haciendo dentro de 10 minutos. O, visto de otra forma, sí que lo sabes: estarás haciendo lo que Dios quiere de ti.
Una experiencia así, cambia
Pues sí, dos semanas así, no te dejan igual. Así lo vi en cada uno de los misioneros que íbamos, y así lo he visto en mí mismo. Porque, aunque te centras en hacer misión “hacia afuera”, de cara a los demás, poco a poco el Señor se las va apañando para hacer misión en ti, por dentro.
Y va encendiendo fuego, va animando el espíritu. Y claro, un fuego… pues no se puede esconder.
Entonces llegas a casa, a tu regreso, y ves las cosas de una forma diferente. Descubres que la misión continúa en tu vida, en tu día a día. Que lo que días atrás era acercarte a un niño y hablar con él, hoy se convierte en decirle un “¡Buenos días! ¿Qué tal estás?” a la cajera del supermercado. O hablarle sin tapujos de lo que piensas y vives a tu compañero de trabajo (sin importarte lo que pueda pensar de ti).
Y descubres que no eres tú el que está actuando, el que obra una conversión en el otro. Que siempre vamos muy acompañados, y Dios nos utiliza como herramienta para llegar a más gente, si nos dejamos hacer por Él.
Así es como empezamos este curso a visitar Pedrezuela, un pueblo de la sierra de Madrid, una vez al mes. De una forma muy sencilla: compartiendo un ratito de adoración junto con la gente del pueblo. Lo que en un principio iba a ser una ruta en moto con un colega… al final acaba siendo un momento compartido junto con gente que no conocíamos.
Muchas veces me asalta la misma pregunta: “Antonio, ¿cómo estás tan seguro que esto no es algo tuyo, y es de Dios?”. Me costaba verlo claro al principio. Pero, poco a poco, te das cuenta de que, si por mí fuera, no se convertiría en una visita mensual. Que no se lanzarían cada mes quince jóvenes a acompañarte a este pueblo y pasar el viernes por la tarde allí. Que no se iría acercando cada vez más gente del pueblo (y de los pueblos de alrededor) para conocer lo que se está viviendo ahí.
Y, desde luego, te das cuenta de que es algo mucho mayor, cuando ves cómo los corazones se abren, te acogen en su casa, te abren sus puertas. Te esperan y te reciben diciéndote “qué ganas tenía de que llegara el viernes”.
Sólo puedes contemplar estos milagros cuando te levantas, cuando sales de tu confort, de tu fe acomodada que muchas veces nos mantiene la conciencia tranquila y los pies parados.
Después de todo esto, quizá tenga que corregir algo que he puesto en el primer párrafo…
…sí, desde el verano pasado, mi vida ha cambiado.
Antonio (Jatari)