La firma de José Luis Pérez: Misioneros, “lo bueno en la humanidad y en el mundo”
- On 6 de febrero de 2023
Cuando exploro en ese misterio selectivo que es la memoria, acabo con frecuencia volviendo a una escena que se repetía con cierta frecuencia en mis años en el colegio: la visita de los misioneros. Les relato la imagen. O, al menos, tal y como la ha ido almacenado el paso del tiempo entre esos momentos seleccionados.
El recuerdo permanece muy vivo, a pesar de que nos situamos varias décadas atrás en el calendario. Todo comenzaba cuando a aquellos niños de 9 o 10 años nos visitaba el director del colegio. Eso ya era señal de que el mensaje era importante. Para nosotros, el director era, por encima de todo, el transmisor de noticias como la de quiénes habían sido los elegidos para formar parte del equipo de fútbol de cada edad…
Pero aquellas otras mañanas en las que su visita era inesperada, acudía casi siempre con una misma frase: “Mañana tendremos reunión en la sala de música después del recreo y hasta la hora de comer. Viene a vernos uno de nuestros Hermanos, recién llegado de su misión, para pasar unos días en España”.
El anuncio era recibido siempre con alborozo en el aula. Supongo que, entre otras cosas, porque suponía que, durante un par de horas, aquel día nos íbamos a librar de las materias habituales. Pero había mucho más.
Llegado el momento, nos reuníamos todos los chicos del mismo curso. La cita era en aquella enorme sala de música del colegio San Agustín de Pamplona; generalmente con algo de frío -ese auditorio solo se abría para las ocasiones excepcionales-. Con su imponente (y generalmente intocable) piano de cola a un lado; con una pantalla que entonces nos parecía enorme y que se utilizaba básicamente para proyectar filminas y, sobre todo, con aquel olor a sala insonorizada que, años después, tantas veces he recordado al entrar en un estudio de radio o en un plató de televisión.
Poco a poco, nos íbamos sentando en el suelo, en un enorme corro en el que se hacía mucho más sencilla una conversación de igual a igual. A veces, para apaciguar esa espera de más de un centenar de niños ansiosos por jugar, gritar y divertirse, proyectaban en la pantalla fotografías en las que se asomaban otros niños, algunos con mensajes escritos para nosotros, y siempre con esa misma sonrisa que nosotros, a veces, negábamos por cualquier capricho no cumplido. Y entonces llegaba el momento.
Cuando el misionero que nos visitaba entraba en aquella sala, el silencio se hacía sin necesidad de que nadie nos apremiara a escucharle (algo que, naturalmente, no acababan de entender los profesores a los que tanto trabajo les costaba encontrar esa atención).
Seguramente tenía que ver con que sabíamos que lo que nos esperaba era una charla en la que aquel invitado que nos había librado de un par de horas de clase, nos iba a contar sus aventuras reales, nos iba a abrir las puertas de un mundo muy diferente al nuestro, nos iba a contar muchas vidas en una sola.
Además de aquella capacidad de atraernos con las historias que nos contaban, dos cosas me llamaban especialmente la atención. La primera era la vitalidad (no sé qué palabra emplearía entonces para describirlo) de aquellas personas, por muy mayores que fueran (y, a los ojos de un niño, todos eran muy mayores). Y la segunda que, aunque nos hablaban de niños que no tenían ni los mismos juguetes ni las mismas cosas que nosotros; aunque no ocultaran que allí donde vivían apenas había de nada, siempre tenían una sonrisa.
A veces, claro, les preguntábamos como los niños que éramos entonces, si no tenían miedo, si no preferirían estar en casa o si, ahora que estaban, no preferían quedarse.
Su respuesta siempre era la misma. Aquella de la que venían ya era su casa. Claro que a veces sentían miedo, pero estaban allí donde les necesitaban. Y, por supuesto, todos repetían que en realidad ellos recibían mucho más de lo que hacían por aquellas personas a las que ayudaban.
Tantos años después, tengo la suerte de revivir todas las semanas aquellas charlas del colegio.
Ahora ya no nos sentamos en el suelo, hemos perdido la inocencia de la infancia y, en lugar de aquella sala de música de las grandes ocasiones escolares, nos encontramos rodeados de focos, cámaras y pantallas. Pero sus vidas, su inmenso ejemplo, son los mismos de entonces.
Porque ahora donde tenemos la suerte de recibir a uno de esos misioneros todas las semanas es en Trece Al Día, el programa que presento en TRECE TV. Y, lo que no ha cambiado, lo que se mantiene tal cual lo había guardado mi memoria, es el sentimiento de admiración por esas personas que, no solo lo entregan todo por los demás o se quedan en aquellos rincones del planeta de los que todos los demás huyen… Lo hacen, además, sin darse ninguna importancia.
Por eso ellos, seguramente más que nadie, merecen ser los destinatarios de aquellas palabras que pronunció el Papa Benedicto XVI (refiriéndose, precisamente, a San Francisco de Sales, patrón de los periodistas): “Hoy más que nunca necesitamos ser valerosos para saber cómo hacer visible lo bueno en la humanidad y en el mundo”.
Hoy, más que nunca, necesitamos mirar a los misioneros.